La rendición del Estado ante el crimen

Circulas por la autopista o paseas por una zona turística y, de repente, lo ves. Un cartel luminoso, oficial, puesto ahí por la Policía o la Guardia Civil. No es para anunciar un control de alcoholemia ni para advertir de un peligro en la vía. Es un mensaje que, en esencia, te dice: "Cuidado, ciudadano, que por aquí roban. Vigile sus pertenencias".

Deteneos un momento a pensar en la magnitud de este despropósito. Es la admisión de la derrota por escrito. Es el Estado, con todo su monopolio de la fuerza, reconociendo que no puede protegerte del vulgar carterista o del que te revienta la ventanilla del coche. En lugar de patrullar y detener al delincuente, se gastan tu dinero en ponerte un aviso para que te protejas tú solo. Es el equivalente a que los bomberos, en lugar de apagar un fuego, pusieran un cartel que dijera: "Ojo, edificio en llamas. Sálvese quien pueda". Es la rendición.

Y aquí es donde la tomadura de pelo se convierte en un insulto sangrante. Porque resulta, amigos míos, que España es una superpotencia policial. Sí, como lo oís. Tenemos cerca de 150.000 agentes sumando todos los cuerpos: Policía Nacional, Guardia Civil, autonómicas y locales. Esto nos sitúa con una de las ratios de policía por habitante más altas de toda Europa, aproximadamente un agente por cada 260 ciudadanos.

La pregunta, entonces, cae por su propio peso: Si somos un ejército de agentes, ¿dónde están? Si tenemos más mimbres que nadie, ¿por qué el cesto de la seguridad ciudadana tiene un agujero por el que se cuela toda la microdelincuencia?

Y donde están los policias? Están ahogados en burocracia inútil. Están dedicados a misiones que nada tienen que ver con la seguridad de la gente honrada: custodiando las mansiones de políticos, rellenando informes absurdos para cumplir con estadísticas vacías o persiguiendo "delitos de odio" por un chiste en redes sociales mientras el ladrón multirreincidente campa a sus anchas por el metro.

Han convertido a nuestros policías en un ejército de oficinistas con pistola y a la Guardia Civil en gestores administrativos de carretera. Un desperdicio colosal de personal cualificado y de recursos públicos.

Pero la culpa no es solo de la gestión policial. Hay un cómplice necesario en este crimen contra el ciudadano: el sistema judicial.

De nada sirve que un agente se juegue el tipo deteniendo a un delincuente si, a las pocas horas, un juez con más sensibilidad por los derechos del criminal que por los de la víctima lo pone de nuevo en la calle. Vivimos bajo la tiranía de un garantismo absurdo que ha hecho de la "puerta giratoria" de los juzgados el principal incentivo para delinquir.

El policía detiene, el ladrón se ríe y el juez lo libera. Ese es el ciclo infernal que alimenta la impunidad. El agente se frustra, desmoralizado al ver que su trabajo no sirve para nada. El delincuente aprende que sus actos no tienen consecuencias. Y tú, el ciudadano que paga impuestos para sostener este teatro, te quedas sin móvil, sin cartera y con una creciente sensación de abandono e indefensión.

Y mientras la gran maquinaria del Estado se dedica a poner carteles y a soltar rateros, el microcrimen se convierte en el pan de cada día. El robo en el comercio, el tirón a la anciana, el destrozo de tu coche... Pequeñas tragedias cotidianas que no abren telediarios pero que pudren la convivencia y destruyen la confianza en el sistema.

Han cambiado la porra y las esposas por la imprenta y los luminosos. Es la claudicación oficial. Pero que no se confíen en sus despachos. Un pueblo que paga por un ejército de protectores y a cambio solo recibe advertencias, es un pueblo que un día se cansará de ser la víctima.