La Invasión Low-Cost

Cómo el Gobierno ha vendido España al peor postor
Cada verano, la misma canción. Salen los ministros y presidentes autonómicos, con el pecho henchido y la sonrisa de oreja a oreja, a bombardearnos con las cifras "récord" de turistas. Ochenta, noventa, cien millones... Cuentan cabezas como si contaran ganado, celebrando la llegada de una marea humana como si fuera el mayor logro de la legislatura.
El turismo, el de verdad, es una bendición. El viajero que viene a conocer nuestra cultura, a disfrutar de nuestra gastronomía, a respetar nuestras costumbres y a dejar una riqueza justa, ese siempre será bienvenido.
El problema es que nuestros políticos, en su infinita incompetencia, han confundido el turismo con una invasión. Han sido incapaces de gestionar el riesgo y la oportunidad, y en lugar de atraer a ese viajero de calidad, han abierto las compuertas a una plaga. Han optado por el modelo más fácil, el más cutre y el más destructivo: el turismo depredador. Han puesto a España en el escaparate de un "todo a cien".
El crimen se ha perpetrado con dos armas principales, y el Gobierno no solo no ha hecho nada para evitarlo, sino que ha apretado el gatillo con gusto.
La primera ha sido firmar un pacto con el diablo: las aerolíneas de bajo coste. Han convertido nuestros aeropuertos en cintas transportadoras que vomitan, hora tras hora, ejércitos de turistas alemanes, franceses, holandeses y británicos que viajan con cuatro duros en el bolsillo. Llegan atraídos por la promesa de un sol y una fiesta casi gratis, y su impacto económico real es mínimo, pero su impacto social y medioambiental es devastador. No vienen a un museo, vienen a un parque de atracciones donde todo está permitido.
La segunda arma, consecuencia directa de la primera, ha sido la proliferación descontrolada de los pisos turísticos. Es de una lógica aplastante: si traes a millones de personas que buscan gastar lo mínimo, no se van a ir a un hotel de cuatro estrellas. Y el Gobierno, con su inacción cómplice, ha permitido que este cáncer haga metástasis en el corazón de nuestras ciudades y pueblos.
Mientras se permitía esta jungla de apartamentos ilegales o alegales, se estaba condenando a muerte a la hostelería tradicional. Han matado a los hoteles, a los hostales, a las pensiones... a esas estructuras que sí generan empleo de calidad y con contratos estables: camareras de piso, recepcionistas, personal de mantenimiento, cocineros. Han sustituido un modelo que daba prestigio y sostenía a miles de familias por otro basado en la precariedad, el dinero negro y las plataformas digitales extranjeras que ni siquiera tributan aquí.
El resultado es una catástrofe que los políticos ocultan tras sus cifras récord. Nuestros barrios se han convertido en decorados sin alma, inhabitables para los propios españoles. El precio del alquiler se ha vuelto una quimera para nuestros jóvenes. La convivencia se ha hecho añicos entre el ruido de las maletas con ruedas a las tres de la mañana y las fiestas de borrachera en el piso de al lado.
Nos dicen que esto es riqueza. ¡Mentira! La riqueza se la lleva la aerolínea irlandesa, la plataforma de reservas de San Francisco y el fondo de inversión extranjero que ha comprado edificios enteros para especular. A nosotros nos dejan las calles sucias, los servicios públicos saturados y la sensación de ser extraños en nuestro propio hogar.
Están matando a la gallina de los huevos de oro para vender los huevos rotos a precio de saldo. Han confundido ser un país turístico con ser un parque temático de usar y tirar. Es hora de decir basta. Necesitamos un turismo controlado, sostenible y respetuoso, que prime la calidad sobre la cantidad.